No
era normal. Si visualizaba para atrás todos los acontecimientos que la habían
ocurrido últimamente seguramente se marearía del susto, del miedo. Por eso
evitaba hacerlo. Porque sabía que si alguna vez lo conseguía, se abrumaría su
alrededor y con la niebla no conseguiría ver nada. Tenía dentro el típico
torbellino que te hace no saber lo que estás sintiendo en ese momento, e
irremediablemente eso la hacía perder la cabeza y la poca concentración para
las cosas aburridas que tenía que hacer obligatoriamente. En aquellos últimos
días había estado con su parte humana más de normal. Había intentado
escucharse, había intentado oír lo que su corazón la gritaba desesperadamente,
a pesar de que incluso su cabeza ya decía exactamente lo mismo. Pero por miedo
a correr, por miedo a adelantarse en lo que ella sabía perfectamente que era
una carrera de fondo, había dejado aparcado aquel lado de sus sueños hasta que
algún rayo de sol volviese a mostrarle lo que significaba para ella la estrella
que había descubierto. El resto había sido terrible. Nunca se había imaginado
en una situación que tirase de su alma tanto como la que había tenido que
sufrir. Había visto muchas veces a gente llorar. A gente destrozada por decisiones
injustas e inexplicables que ocurren en el mundo. Incluso se había visto llorar
a ella misma por otros, pero nada como en aquel momento. Por primera vez en su
vida, había visto llorar a un hombre fuerte. A uno, a dos, a tres. Había visto
la desesperación en los ojos de todos aquellos que tenían la misma pregunta que
yo. Una pregunta que nadie podría responder jamás por mucho que no debamos
nunca decir nunca. Se había visto arrastrada por el amor humano, por las redes
que unen a las personas, por el dolor sobrenatural que puede suponer la
aniquilación de la más intensa de las corduras. Todos los ojos, todas las
lágrimas, toda la historia, todas las miradas, los sentimientos, los abrazos y
los pensamientos eran insuficientes para demostrar la calidad humana que se
respiraba entre las nubes que apenas lograban tapizar un ápice de la desesperada
y terrible tristeza que invadía aquel lugar. Sabía que el tiempo lo curaba
todo, aunque también sabía que nunca ha valido demasiado decirlo hasta que
puedes ver la cicatriz. Fue cuestión de horas, apenas dos días en los que había
vivido de lejos la desaparición de la más intensa de las inocencias,
retraída en sí misma mientras que algo en ella volvía a nacer. No estaba
contenta, no estaba feliz justo en aquel instante. No estaba triste del todo
pero si desolada ante todo lo que había visto. Realmente, su propio
ensimismamiento le era desconocido. Sólo estaba esperando. Tan paciente como le
era posible y tan preocupada como solía estar en su estado natural. Escuchando
aquello que tarde o temprano tendría que saber. Entendiéndolo todo sin asimilar
nada. Aprendiendo a sentir, aprendiendo a sorprenderse, a entusiasmarse, a
reírse y a entristecerse. En definitiva, aprendiendo a vivir.