27 nov 2011

Remolinos



No era normal. Si visualizaba para atrás todos los acontecimientos que la habían ocurrido últimamente seguramente se marearía del susto, del miedo. Por eso evitaba hacerlo. Porque sabía que si alguna vez lo conseguía, se abrumaría su alrededor y con la niebla no conseguiría ver nada. Tenía dentro el típico torbellino que te hace no saber lo que estás sintiendo en ese momento, e irremediablemente eso la hacía perder la cabeza y la poca concentración para las cosas aburridas que tenía que hacer obligatoriamente. En aquellos últimos días había estado con su parte humana más de normal. Había intentado escucharse, había intentado oír lo que su corazón la gritaba desesperadamente, a pesar de que incluso su cabeza ya decía exactamente lo mismo. Pero por miedo a correr, por miedo a adelantarse en lo que ella sabía perfectamente que era una carrera de fondo, había dejado aparcado aquel lado de sus sueños hasta que algún rayo de sol volviese a mostrarle lo que significaba para ella la estrella que había descubierto. El resto había sido terrible. Nunca se había imaginado en una situación que tirase de su alma tanto como la que había tenido que sufrir. Había visto muchas veces a gente llorar. A gente destrozada por decisiones injustas e inexplicables que ocurren en el mundo. Incluso se había visto llorar a ella misma por otros, pero nada como en aquel momento. Por primera vez en su vida, había visto llorar a un hombre fuerte. A uno, a dos, a tres. Había visto la desesperación en los ojos de todos aquellos que tenían la misma pregunta que yo. Una pregunta que nadie podría responder jamás por mucho que no debamos nunca decir nunca. Se había visto arrastrada por el amor humano, por las redes que unen a las personas, por el dolor sobrenatural que puede suponer la aniquilación de la más intensa de las corduras. Todos los ojos, todas las lágrimas, toda la historia, todas las miradas, los sentimientos, los abrazos y los pensamientos eran insuficientes para demostrar la calidad humana que se respiraba entre las nubes que apenas lograban tapizar un ápice de la desesperada y terrible tristeza que invadía aquel lugar. Sabía que el tiempo lo curaba todo, aunque también sabía que nunca ha valido demasiado decirlo hasta que puedes ver la cicatriz. Fue cuestión de horas, apenas dos días en los que había vivido de lejos la desaparición de la más intensa de las inocencias, retraída en sí misma mientras que algo en ella volvía a nacer. No estaba contenta, no estaba feliz justo en aquel instante. No estaba triste del todo pero si desolada ante todo lo que había visto. Realmente, su propio ensimismamiento le era desconocido. Sólo estaba esperando. Tan paciente como le era posible y tan preocupada como solía estar en su estado natural. Escuchando aquello que tarde o temprano tendría que saber. Entendiéndolo todo sin asimilar nada. Aprendiendo a sentir, aprendiendo a sorprenderse, a entusiasmarse, a reírse y a entristecerse. En definitiva, aprendiendo a vivir.