No sé si alguien sabe lo que es realmente tener el corazón
dividido. Ella lo tenía. En ese momento se sentía partida en dos mitades. Y
aunque aún se preguntaba cuál era la solución a su problema, era la primera vez
que no se sentía agobiada ante la desesperación de sentir constantemente cosas
tan contradictorias. Porque una de sus partes tiraba de ella hacia todo lo que
siempre había vivido. Hacia las ideas preconcebidas de su existencia, a las
costumbres que siempre había considerado como válidas sin pararse a pensar qué
clase de luz podrían arrojarle otras personas sobre ello. A la sencillez de
vivir sobre lo predecible de sí misma, y a dejar de mirarse desde tan cerca,
cuando de lejos siempre la había ido bien. Pero la otra parte se mantenía
firmemente entregada al conocimiento de lo desconocido. Al lento descubrimiento
de la dulzura de la más terrible de las inocencias que había descubierto en una
sola persona. De las preguntas sencillas que se basaban en complejos
pensamientos. De las canciones que nunca pensaba que la harían llorar. Y aunque
su cabeza supiera que no todo lo que se arriesga se gana, no podía aguantar.
Recaía constantemente en la energía de sus sonrisas y por qué no, del sonido de
su voz. Abandonaba irremediablemente cada gota de su orgullo para ceder ante el
presentimiento de cualquier excusa nueva y apenas sin estrenar. Pero esta vez
estaba siendo distinto. Se estaba controlando. Estaba luchando contra el
reflejo que más la había costado conseguir. Luchando contra la vulnerabilidad
de expresarle todo aquello que pasaba por su cabeza independientemente de las
consecuencias que pudiese causar. Sintiendo que los nervios podrían jugarla malas
pasadas pero mostrándose tal y como era. Quizá por primera vez en mucho tiempo.
Y una vez, había reaccionando de nuevo, posicionándose en guardia con el más
resistente de los escudos que acostumbraba usar. Había huido ante la rapidez de
la invasión de su alma sin poder resistir la presión de las lágrimas sobre sus
ojos. Pero estaba desarmada. Porque estaba ganándole la partida sin haber
acordado ni siquiera empezar el juego. Y lloró porque la contradicción bailaba
en ella a la vez que creía saber lo que iba a ocurrir. La unión de dos mundos
coexistentes pero incompatibles. Improbables, impensables pero con la
inherencia de que lo opuesto se atrae. Pero tan sólo deseaba una cosa para
seguir el camino que creía empezar a ver. Poder oír cuanto antes a alguien que
la dijese que absolutamente nada en este mundo es imposible.