No es difícil que en un día bueno, en el que el sol simplemente ha corroborado tu sonrisa, aparezca algo que lo destruya por completo. Que lo aniquile. Que lo hunda en el infierno más profundo y que te haga llorar todas las lágrimas de rabia que con tanto esfuerzo habías logrado contener durante semanas. Realmente avanzaba gracias a la confianza que depositaban en ella, pero si ésta se acababa, sentía que no había razón para seguir, aunque la realidad no era así. Tendría que seguir sola. Sin nadie. Como muchas veces había intentado. Lo haría por cuidarse a sí misma. Únicamente por ella. Y tenía que ser muy fuerte. Porque aunque generalmente aparentaba tenerlo todo bajo control no era más que un mecanismo de defensa para ocultar su miedo. Sus flaquezas. Su debilidad. Sentir de esa forma era un arma de doble filo, pero estaba aprendiendo a no dejarse llevar por las emociones, conllevara lo que conllevara. Pero esta vez sería la definitiva. Estaba segura. Y entonces podría demostrar de una vez por todas de lo que era capaz. Capaz de sobrevivir en las adversidades que habían tirado de ella hasta el fondo de lo que nadie parecía entender nunca. Y lo haría sola. Por muchas lágrimas que tuvieran que caer por sus mejillas.
24 feb 2011
23 feb 2011
Comienzos
Sólo aquella vez dudó de lo que su mente la decía. Y después de muchos esfuerzos, consiguió no hacerla caso. Escucho entonces a su corazón y apenas oyó pequeños golpes. Se concentró cerrando los ojos. Necesitaba saber qué tenía que hacer. Sobre qué tenía que dejarse llevar. No tendría que resultarle difícil, hacía tiempo solía escuchar sólo al corazón. Espero un poco más y empezó a sentir con más fuerza sus latidos, aletargados simbólicamente por el paso de los años. Interpretarlos fue fácil. Al fin y al cabo no podía engañarse. Aquel muchacho la había enganchado por completo con apenas un par de miradas y un único comentario que ni siquiera lograba recordar con exactitud. Lo que sí recordaba era su sonrisa. Tan alegre, sincera. Había despertado en ella algo que sólo recordaba vagamente. Podrían ser las ganas de continuar, de descubrir a fondo sus ojos marrones o de adivinar a cuántos centímetros quedarían sus caras la próxima vez que se vieran. Era increíble. Definitivamente, estaba ocurriendo de nuevo. Comenzaba otra vez la historia de siempre. Y los principios casi siempre son buenos, o al menos, memorables para recordarlos durante mucho mucho tiempo.
21 feb 2011
Mucho más de veintiún días
Ese viernes era carnaval.
Se levantó tarde y ayudó a disfrazarse a su hermano, lo cual - definitivamente-
no estaba entre sus planes del día. Después, casi sin tiempo, no la quedó más
remedio que ponerse unos vaqueros viejos y una camiseta negra que se había
comprado en Estambul, a pesar de que quería ponerse algo especial para llamar
la atención de alguien que seguro, la miraría ese día. Se sentía feliz. Miró el
reloj sin ver la hora, entró al baño y sin mirarse en el espejo, cogió una
diadema blanca y se la puso a la vez que bajaba corriendo la escalera.
Consiguió no llegar tarde, así que se apoyó en la valla de la puerta del
colegio para ver los disfraces de los niños. La encantaba el carnaval. Sin
embargo, ese día no sólo no se disfrazaba, sino que estaba muy nerviosa.
Quedaba poco para el sábado, apenas algunas horas, y llevaba esperando ese día
tanto tiempo que quería que todo fuese perfecto. Se cruzaron alguna mirada en
clase, no muchas, pero siempre con la misma respuesta: el corazón a mil y una
sonrisa boba que duraba largos e intensos minutos. El día pasó sin que nadie
sospechara nada. No dejaba de ser un secreto, y eso la incomodaba lo suficiente
para que una fuerte inseguridad la carcomiera lentamente, pero no quería
echarse atrás. Ese mismo viernes cenó fuera de casa y después de intercambiar
algunos mensajes por el móvil, él la pidió si podrían hablar por el ordenador
más tarde. Eran las once y media y ya habían decidido lo que hacer. Habían
cambiado los planes rápidamente. De un paseo por un largo parque a simplemente
estar juntos en su casa. No eran precisamente cosas parecidas, pero
sabía que tenía que arriesgarse. Casi no pudo dormir. Pero la mañana llegó,
como de costumbre, y se dispuso a arreglarse. Estaba todo preparado. Una
camiseta azul marino, con un lazo en el escote, unos pantalones beige y unos
zapatos que le habían regalado sus amigas, a juego con la camiseta. Por último
decidió plancharse el pelo y ponerse las lentillas. Cogió el brillo de labios y
lo guardó en el bolsillo del abrigo, sin decidir si ponerse o no. No tardó ni
cinco minutos en llegar a su destino. Al poco tiempo de bajar del coche, le
vio. Se dio unos instantes para mirarle desde lejos y cruzó la calle que les
separaba. Le dio dos tímidos besos en las mejillas. Caminaron juntos hasta su
portal, hablando de cosas banales, o por lo menos, intentándolo, porque en
realidad ninguno sabía lo que decía. Le costó abrir la puerta, lo que la
tranquilizó. Parecía que no era la única que estaba nerviosa. Pasaron dentro.
Ella subió primero aunque no sabía qué piso era y cuando se giró decidida para
preguntárselo en el rellano, no pudo. La cogió con fuerza del brazo y la atrajo
hacía sí. El primer beso. Nervioso, apresurado, para liberar tensiones,
pasional. Alguien les interrumpió y sin dar tiempo a pensar en ello, siguieron
subiendo, esta vez, ella detrás. Esta vez no le costó abrir la puerta de su
casa y entraron. Era un piso bonito, acogedor, previsible y no demasiado
grande. Se quitó los zapatos para no dañar la madera del suelo y pasaron al
salón. No perdieron el tiempo. Se lanzó a sus brazos sin pensárselo. Las manos
de él acariciaban su cintura sin un ápice de timidez y ella le dejaba. De
pronto, se vio sin camiseta, y el nerviosismo embargado, sin duda, de muchas
cosas más que simple vergüenza dio paso a un deseo que no había logrado
encontrar nunca antes. Bajo con delicadeza la cremallera de su sudadera y le
quitó también su camiseta. Sonrió. Tocó sus brazos, que tanto le gustaban y le
besó el cuello. Poco a poco avanzaron por el pasillo hasta dar con su
habitación. Y si algo les quedaba por ceder, se rindieron de inmediato. Sus
cuerpos parecían uno. Qué vínculo tan tremendo. Las horas pasaron veloces en lo
que se sube y se baja del cielo más inmenso y ella se tenía que ir. Fue al baño,
se vistió tranquilamente y apreció su cara en el espejo. ¿Es qué no iba a dejar
de sonreír? Él la acompañó hasta abajo y estaba decidido a esperar hasta que la
vinieran a buscar, pero ella le convenció de que se fuera. Sabía que tenía
cosas que hacer y quería pensar a solas. Se despidieron dulcemente y le vio
alejarse despacio, recordando inconscientemente el olor y el tacto de su pelo.
Suspiró, intentó llamar pero sabía que no podría contar nada, así que guardó de
nuevo el móvil en el bolsillo. Decidió andar hasta la casa de sus tíos que
estaba cerca. Mientras avanzaba lentamente por las calles, su pensamiento se
escapaba de la realidad. Genial no era la palabra que buscaba. Amor, tampoco.
Eran muy amigos, pero algo se la escapaba. Pasó el resto del día como pudo. Por
un lado se sentía más contenta que en mucho tiempo, pero por otro, sabía que a
partir de entonces todo iba a ser distinto. Buscaba una palabra que definiera
su encuentro. Pero no la encontró. Ni ese día, ni ningún otro. Pasó mucho
tiempo y aunque casi siempre conseguía acercarse a una conclusión, ninguna lograba
llenarla por completo. Quizá esos momentos no necesitaban catalogación ninguna,
quizá sólo sucedieron para permanecer por siempre en un espacio y un tiempo
anclados en la memoria para ser recordados en aniversarios de nostalgia. Nadie
parecía saberlo. Al final, ella se abandonó. Desistió a buscar palabras que
definieran situaciones que la hicieran sentir tanto en tan poco. Porque había
pasado mucho tiempo. Dos largos años, difíciles y que la recordaban sin
descanso lo que uno quiere tras haberlo perdido. Y mucho se temía que lo
iba a recordar siempre. Eres todo lo que nunca supe que siempre quise. Esa era una
de sus frases favoritas, que, al contrario del resto de su mundo, no se veía ni se vería afectada nunca por el tiempo.
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