No es complicado fijarse detenidamente en lo que son las
cosas en sí. Es más complicado traducirlas para ti mismo y buscarles el
significado que realmente quieren transmitirte y no el que quieres que
tengan. A mí siempre me sale al revés. Pero en cualquier caso, casi todo es
subjetivo. Y al igual que el más nimio de los detalles puede ser fruto de la
casualidad más banal, puedes esforzarte en algo con todo tu ser y que al final
no obtengas ningún resultado. Tampoco es ningún resultado. Más bien el contrario.
Cuando tu única tarea era marcar el destino con una cruz que dijese que contara
contigo, acabas consiguiendo sin ayuda la destrucción de aquello en lo que
empezaste a creer. Es una manera extraña de psicología inversa. Es la reina de
las proporciones inversas. Cuanto más deseas algo, más lejos se coloca.
Más obstáculos tienes que vencer para verlo, para sentirlo. A veces esos
obstáculos son montañas, océanos que atravesar. Con pruebas, con trampas en las
que puedes demostrar cuánto realmente ansías tu recompensa y cuánta capacidad
de esfuerzo tienes. Cuánta voluntad, cuánta perseverancia. Y eso es lo más
sencillo. El resultado final depende de ti. Única y exclusivamente. Y si
realmente lo quieres, podrás atravesar miles de montañas incluso si sólo llevas
unas chanclas en los pies. Pero otras veces, es todo lo contrario. Puedes
romperte la cabeza, el corazón. Dar de ti hasta lo que no tienes para que el
final de la historia dependa de aquello que jamás podrás cambiar. La
objetividad. Aquellas partes de ti que permanecen en todas circunstancias
porque de otra manera ni siquiera serías tú mismo. Esas que te atormentan desde
la última vez que parecías querer algo de verdad. Esas que reavivan tus
pesadillas y que siempre consideraste como el más pesado y negro de los
lastres. Y cuando te pasas media vida tratando de asumir que todas esas
gotitas forman tanta parte de ti como todo lo demás, descubres que no hay otra
vía para ver que por ello, no puedes conseguir aquello que quieres. Te
recuerdan. Te abren las heridas y lloras. No favorable. No favorable. No favorable. Siempre igual.
Siempre en silencio. El dolor sordo de una bala que ni siquiera sabes dónde te
ha dado. Y lo mejor es que la más alegre de las ignorancias cubre todo como un
velo transparente. Transparente tornándose translúcido. Para acabar de un opaco
mojado que gotea intenciones que por el momento sólo son susurros.Y que al final, acabe doliéndote el alma. Y reconozcas el
dolor como aletargado en ti. Pero no puedes pensar otra cosa que la culpa es tuya
y que todo, desde principio está mal hecho. Y no hay manera de retroceder. No
existe un camino por el que puedas escapar por la tangente, en la que puedas
dormirte y retroceder en el tiempo. Pero no hay manera. Una vez empezado, todo
se multiplica en progresión geométrica. Planes A, B y C cuyo final acaba siendo
el denominador común de todo lo que tratabas de evitar desde un principio. Pero
es lo que pasa por alimentarte de esperanzas que engañaban por su información
sobre lo desconocido. Por fantasear sin límites y volar hasta caerte. Hasta machacarte mentalmente y no conseguir que algo te
responda. El ser incapaz de buscar una solución mientras sientes y te prometes
que jamás volverá a pasar algo así. De verdad, de verdad que no. Y a pesar de
todo y de que una pequeña voz te esté diciendo que nunca digas nunca, sabes que
no estarás dispuesto a pasarlo de nuevo y que por una vez, si dices nunca, es
porque de verdad piensas que es un nunca jamás.