El mundo se rompe. Parece que el otoño no sólo deja atrás al verano. Con él no sólo se va el sol. Se van las luces, los colores y se va la inocencia de un alma que siempre creí intransformable. Cuando crees en algo tan fuerte que sientes que a veces es la única certeza que puede existir en ti, nunca esperas que pueda romperse. Cuando piensas que eso, precisamente, es lo que había llegado a formar parte de tu paz interior, de tu luz; llega el frío, el cambio y la oscuridad. La oscuridad de tus miedos, de las palabras imprudentes, de los impulsos. De formular preguntas sin respuesta y de escuchar respuestas a preguntas que no te atreves ni siquiera a concebir en tu cabeza. La antítesis del blanco y del negro, del agua y el fuego, del bien y el mal. Del puzzle cuando se ha perdido una pieza. Cuando sientes que no está completo, cuando incluso a ciegas ves que lo que estaba ahí, ya no está. Y la pieza no aparece. No la encuentras. La intentas sentir; con tus cinco sentidos. La buscas, la intuyes. Casi la reconoces y en el último instante desaparece, transparente en una dimensión que no conoces. Se aleja riéndose de ti, dejándote con cara de tonta y provocándote dolor en los ojos. Y tú, no puedes hacer más que cerrarlos con fuerza durante varios segundos y contar hasta diez, o hasta veinte, para no acabar traicionándote porque te resulta imposible no llorar de rabia e impotencia.
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