Siempre me habían gustado las naranjas.
Dulces antes que ácidas y grandes antes que pequeñas. Sin papel que las
envolviese y a ser posible, que no estuvieran muy frías. Alguien me dijo una
vez que casi siempre las tomaba por las tardes y a veces me decía lo ricas que
estaban. Entonces, yo también lo hacía. Bajaba corriendo y elegía la que más me
gustaba, que casi siempre fue la más redonda. Quitaba la pegatina y la ponía en
un papel, intentando memorizar la fecha de ese día en algún lugar de mi mente. Pero tiempo impertérrito pasaba; y
nosotros unidos e impregnados ya por muchas, demasiadas cosas, no
nos dimos cuenta de que la época de las naranjas ya se había pasado. Y así como
el frío invierno deja paso a la esperada primavera, florecimos juntos olvidando
tristes y alegres motivos, razones de ser y de no ser, por las cuales nuestro
vínculo se había convertido en algo tan fuerte. Llegaron las fresas, las
cerezas, la sandía. Pasionales, vehementes y terriblemente rojas. Y caímos.
Caímos en la tentación de quién ansía más de lo que realmente debe, en lo
prohibido del sabor especial, en la fuerza del agua que debía purificarnos.
Pero nos envenenamos. Y emponzoñados de razón, de orgullo, prepotencia, de
gula, hambre, fuerza y lágrimas, tuvimos que separarnos. Nos extraviamos. Es por eso por lo que
ya no me gustan tanto las naranjas. Porque me dieron algo que nunca fui capaz
de imaginar, y que puede que jamás aprovechara. Sin embargo, ahora sé que fue
lo mejor, si bien no lo más fácil. Pero, aunque muchas veces intento
apreciar el dulce olor a naranja que quedó impregnado para siempre en mis
manos, sé a ciencia cierta, que mis frutas favoritas siempre, siempre serán las
rojas.
1 comentario:
Me gusta mucho, sigue así y tus sueños no tardaran en llegar.
Publicar un comentario